jueves, 7 de mayo de 2009

EL CELIBATO COMO HIPOCRESIA EN LA IGLESIA


Manos a la Obra
Al cura Alberto Cutié lo han pescado con las manos en la masa. Si Cutié, el héroe de la pequeña Habana, fuera del Opus Dei, gritado habría:-¡Manos a la Obra!Dicen que era un espectáculo oírlo y/o verlo hablar de las virtudes teologales, las tierras santas, el carácter salutífero de las bienaventuranzas y el fuego eterno de gas natural que aguardaba a quienes se salieran de la disciplina mariana.Me imagino cómo se habrá reído de todos y hasta de sí mismo cada vez que embocaba en alguna latina de South Beach o visitaba algún departamentico del Ocean View para afilar la herramienta y probarse cuán doble podía ser.Como el cura Lugo, que llegó a obispo de San Pedro, en Asunción, sembrando su doctrina allí donde más puede florecer, del mismo modo el cura Cutié le metía la mano al bikini de la potranca que lo acompañaba, cansado quizá de emplear la mano en tareas ermitañas o de meterla sólo en la alcancía de la arquidiócesis de Miami Beach.En favor de Cutié y Lugo puede decirse, sin embargo, que por lo menos no han sido pedófilos ni han hecho de la confesión un sucedáneo masturbatorio ni de la educación un pretexto para asaltar braguetas.Pero el problema para la iglesia de Roma es que hace décadas que Freud le va ganando el partido por goleada. Y no hay cómo impedirlo.El sexo no es opcional ni electivo ni postergable. Su abolición por decreto conduce al crimen o a la hipocresía. O al crimen de la hipocresía, que es tan íntimo de la iglesia.El celibato es una creencia de origen pagano que llegó a mitos populares y religiones establecidas. En la India se le llama brhamacarya, que significa “modo de ser de Brhama”, y está ligado a la idea de que el celibato es un método insuperable para vencer la magia. En el budismo japonés, el celibato fue esencial hasta la reforma de Shinran (1173-1262), considerado una personalidad enorme en la historia del budismo. Shinran hizo lo que hace rato debieron de hacer los curas de Roma: casarse para no mentir, casarse para no ser despreciables.Como se sabe, el celibato no nació con la iglesia de Roma. Ni siquiera figura en el Nuevo Testamento.Fueron los excesos papales en el dormitorio, el nepotismo y la promiscuidad de tanto santo padre de próstata cansada por el uso, los factores que llevaron a la reforma gregoriana que, en el siglo XIII, introdujo por vez primera la invalidez de los matrimonios de clérigos.Fue el teócrata Inocencio III, el Papa de la cuarta cruzada y la campaña contra los abigenses, el que firmó esa primera disposición sobre el celibato.A pesar de eso, la desobediencia continuó y las camas de la gleba siguieron rechinando debajo de tanta castidad contradicha. Es por eso que en el Concilio de Trento, que empezó en 1545 y se prolongó durante 18 años, el papa Pío IV confirmó el mandato del celibato y condenó a la iglesia de Roma a edificar el más grande templo que la simulación haya merecido.A San Ambrosio se le atribuye esta hermosa frase:“Existen tres formas de la virtud de la castidad: una de los esposos, otra de las viudas, la tercera de la virginidad. No alabamos a una con exclusión de las otras. En esto, la disciplina de la Iglesia es rica”.Cutié y Lugo podrían añadir:“Muy rica”.

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