“Porque aún nos seguimos creyendo el rollito de que el Perú es Lima y Lima es el Perú, de que la superioridad jerárquica se establece desde la capital”.
Autor: Pedro Salinas
El Perú, ya se sabe, es un país complicado, chúcaro, extraño, garañón, difícil de explicar, precisamente por ser un país inexplicable, cuya realidad se permite desvaríos que no se ven ni en el cine. Nuestro problema principal sigue siendo el problema de siempre: el Perú, ese país invertebrado que anda por la vida como jugando a la gallinita ciega. Dentro de él siguen existiendo, aunque los políticos no se percaten de ellpo todavía, la división de castas, el indigenismo y el colonialismo, que se resisten tenazmente a sintetizarse, y que son los que nos imprimen ese carácter tan provinciano que tenemos.
Y que, en el caso de los limeños, nos ha vuelto tan ombliguistas, tan retrógrados, tan racistas en muchos casos, tan radicalmente localistas, tan incapaces de entender crisis como las de Bagua que, para algunos, se reduce a un problema policial de toma de carreteras, de los que debe resolverse con balas dum-dum y lanzallamas, en plan Terminator, o al estilo Comando, con la cara tiznada de betún, dándole a la retrocarga, metiendo plomo en las nucas, eliminando nativos como si fuesen patos de feria. O algo así.
Nuestro país, en ese sentido, sigue siendo “una serie de compartimentos estancos” en el que se ignora que el verdadero Perú es todavía un problema, que, ojo, es algo que advirtió Basadre hace como ochenta años, pero que por aquí, ni enterados. Porque aún nos seguimos creyendo el rollito de que el Perú es Lima y Lima es el Perú, de que la superioridad jerárquica se establece desde la capital, de que lo que ocurre en la costa es más importante que lo que sucede en la sierra o en la selva. Y, sobre esta última –aunque en la otra también–, lo que predomina a la fecha son los prejuicios, que prescinden de cualquier esfuerzo por comprender las culturas de los pobladores amazónicos, a quienes vemos como a nuestros primos feos y desheredados. Total, ello se ha traducido durante muchísimo tiempo en una realidad de exclusión, de marginación, de indiferencia, de ausencia de Estado en enormes porciones del territorio nacional.
El correlato de esta suma de factores desembocó finalmente en una fatal explosión el pasado 5 de junio, que fue gatillada por la pretendida imposición, al 'caballazo’, de un conjunto de decretos legislativos, cuyas implicancias nunca fueron explicadas, y suscitó la peor crisis del gobierno de Alan García, la que terminó, de paso, en una de las peores masacres policiales que se recuerde.
¿Y ahora qué? La derogación de los decretos legislativos de marras probablemente aquiete las aguas por un rato. Pero el problema de fondo continuará. Continuará mientras la ceguera gubernamental no sea conjurada; mientras el autismo a lo Rainman de nuestra clase política se tolere; mientras se siga creyendo que el diálogo puede ser sustituido por el uso de la fuerza y la intransigencia de granito; mientras que el Estado perviva como aquel ente abstracto que no llega eficientemente a los lugares donde se le necesita o, en su defecto, llega como un monstruo burocrático, como una alucinación neuronal tipo Matrix, para hacerle imposible la vida a los ciudadanos.
A todo esto: ¿Qué hace todavía en el Ministerio del Interior Mercedes Cabanillas, esa señora a la que solo le falta un mechón blanco para volverse Cruella De Vil, dueña de una incompetencia monumental, exhibicionista, insufrible y probada, además de responsable de lo que Fernando Rospigliosi ha definido bien como “negligencia criminal”? Debió irse a su casa el 6 de junio. Hace quince días, o sea. Pero no. Sigue ahí, adherida como una lapa a su silla y cargando las tintas. Ello no es sino otro síntoma de que el gobierno de García y su Estado del Revés no han aprendido la lección.
Autor: Pedro Salinas
El Perú, ya se sabe, es un país complicado, chúcaro, extraño, garañón, difícil de explicar, precisamente por ser un país inexplicable, cuya realidad se permite desvaríos que no se ven ni en el cine. Nuestro problema principal sigue siendo el problema de siempre: el Perú, ese país invertebrado que anda por la vida como jugando a la gallinita ciega. Dentro de él siguen existiendo, aunque los políticos no se percaten de ellpo todavía, la división de castas, el indigenismo y el colonialismo, que se resisten tenazmente a sintetizarse, y que son los que nos imprimen ese carácter tan provinciano que tenemos.
Y que, en el caso de los limeños, nos ha vuelto tan ombliguistas, tan retrógrados, tan racistas en muchos casos, tan radicalmente localistas, tan incapaces de entender crisis como las de Bagua que, para algunos, se reduce a un problema policial de toma de carreteras, de los que debe resolverse con balas dum-dum y lanzallamas, en plan Terminator, o al estilo Comando, con la cara tiznada de betún, dándole a la retrocarga, metiendo plomo en las nucas, eliminando nativos como si fuesen patos de feria. O algo así.
Nuestro país, en ese sentido, sigue siendo “una serie de compartimentos estancos” en el que se ignora que el verdadero Perú es todavía un problema, que, ojo, es algo que advirtió Basadre hace como ochenta años, pero que por aquí, ni enterados. Porque aún nos seguimos creyendo el rollito de que el Perú es Lima y Lima es el Perú, de que la superioridad jerárquica se establece desde la capital, de que lo que ocurre en la costa es más importante que lo que sucede en la sierra o en la selva. Y, sobre esta última –aunque en la otra también–, lo que predomina a la fecha son los prejuicios, que prescinden de cualquier esfuerzo por comprender las culturas de los pobladores amazónicos, a quienes vemos como a nuestros primos feos y desheredados. Total, ello se ha traducido durante muchísimo tiempo en una realidad de exclusión, de marginación, de indiferencia, de ausencia de Estado en enormes porciones del territorio nacional.
El correlato de esta suma de factores desembocó finalmente en una fatal explosión el pasado 5 de junio, que fue gatillada por la pretendida imposición, al 'caballazo’, de un conjunto de decretos legislativos, cuyas implicancias nunca fueron explicadas, y suscitó la peor crisis del gobierno de Alan García, la que terminó, de paso, en una de las peores masacres policiales que se recuerde.
¿Y ahora qué? La derogación de los decretos legislativos de marras probablemente aquiete las aguas por un rato. Pero el problema de fondo continuará. Continuará mientras la ceguera gubernamental no sea conjurada; mientras el autismo a lo Rainman de nuestra clase política se tolere; mientras se siga creyendo que el diálogo puede ser sustituido por el uso de la fuerza y la intransigencia de granito; mientras que el Estado perviva como aquel ente abstracto que no llega eficientemente a los lugares donde se le necesita o, en su defecto, llega como un monstruo burocrático, como una alucinación neuronal tipo Matrix, para hacerle imposible la vida a los ciudadanos.
A todo esto: ¿Qué hace todavía en el Ministerio del Interior Mercedes Cabanillas, esa señora a la que solo le falta un mechón blanco para volverse Cruella De Vil, dueña de una incompetencia monumental, exhibicionista, insufrible y probada, además de responsable de lo que Fernando Rospigliosi ha definido bien como “negligencia criminal”? Debió irse a su casa el 6 de junio. Hace quince días, o sea. Pero no. Sigue ahí, adherida como una lapa a su silla y cargando las tintas. Ello no es sino otro síntoma de que el gobierno de García y su Estado del Revés no han aprendido la lección.
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