viernes, 11 de diciembre de 2009

Pishtakos

Hay palabras, como hay olores, paisajes, texturas y sabores, que tienen el poder de trasladarnos, antes de que podamos siquiera pensarlo, en el tiempo. Son esas percepciones que nos marcaron cuando éramos arcilla fresca y que viven despiertas, aunque normalmente no las oigamos, en ese lugar interno que todos, en mayor o menor estado de enterramiento, tenemos, y que llamamos “niñez”.

La palabra “pishtako”, según descubrí viendo la tv hace unos días, tiene para mí ese efecto. Oí “pishtako” y me encontré en esas noches de infancia en las que tuve la fortuna de crecer cerca de personas que venían de un mundo –el andino– pletórico de riquísimas tradiciones orales y que me decían que, o me comía toda mi comida, o vendría por mí el pishtako. Jamás se me ocurrió entonces que vendría para distraerme mientras otro se comía mi comida –o se hacía su salvador o hacía algo con ella no autorizado por mí y, de hecho, repugnante. Pero parece que sí: que los pishtakos son más sutiles de lo que creíamos, que no necesariamente aparecen para sacarte la grasa o enterrarte, sino que pueden aparecer simplemente para que mires hacia allá, al pishtako, mientras sus socios hacen de las suyas por acá, donde te interesa.

La macabra aparición de pishtakos en nuestro escenario político en pleno siglo XXI, sin embargo, nos descubre que es así. Que los pishtakos no siempre atacan de frente. Que pueden hasta hacer de títere. Que, si no fueron siempre tan versátiles, se han adaptado hábilmente, para lograr aparecer, como lo han hecho, en Google News.

No es eso, empero, todo lo que nos revela esta reaparición pishtaka. Nos revela también, otra vez, esa veta perversa que tan persistentemente muestra la vida política peruana. Porque el del pishtako, pese a todo su encanto antropológico, es un mito con un contenido perverso: una especie de vampirismo andino en el que unos demonios montañeses se aparecen para sacarte la grasa o enterrarte vivo. Y su uso consciente por parte de un estado (haya sido desde sus niveles más altos, con el fin de distraer, o desde algunos mandos medios, para obtener reconocimiento) para engañar a su ciudadanía es, claro, una perversión de la perversión: el uso perverso de un mito perverso. Es decir, un montón de trabajo para ese psicoanalista nacional que necesita el Perú.

Pero no sólo eso. El éxito de los pishtakos sirve también para ilustrarnos, una vez más y muy gráficamente, lo fácilmente manipulables que somos como sociedad. Como para recomendar que todos los votantes peruanos se acuesten de acá a las próximas elecciones repitiéndose: “Acuérdate de los pishtakos”. Con todo, los pish-takos han servido sobre todo para recordarnos qué tanta sabiduría hay en las leyendas de los pueblos antiguos. Que no en vano en los cuentos del ande los pishtakos normalmente venían mandados desde los gobiernos, por sus víctimas

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