Por Humberto Campodónico
Los actuales contratos petroleros y mineros formaron parte de las reformas del Consenso de Washington. Estas reformas se dieron en el momento de caída del Muro de Berlín y la Unión Soviética, mientras que en el plano nacional el país estaba saliendo de la hiperinflación y de una prolongada guerra interna.
En ese contexto, los contratos petroleros y mineros buscaban atraer al capital extranjero sí o sí. El instrumento más utilizado fue el de los incentivos tributarios y se afirmaba que eso le daba al país el atractivo necesario y lo convertía en competitivo.
El problema con estos “acuerdos de enamorados”, como los llamó The Economist, es que pasada la luna de miel llegaron los problemas. Ciertamente, buena cantidad de inversión minera y petrolera llegó a América Latina y la producción creció. La cuestión es que, cuando se produjo el boom de precios desde el 2005 hasta fines del 2008, las ganancias extraordinarias no se repartieron de manera equitativa.
Para tratar de remediar esa situación, casi todos los países de la Región tomaron medidas: en Chile se instauró la regalía minera; en Argentina se puso un impuesto a las exportaciones; en Brasil, se revisaron al alza las regalías petroleras en los campos cercanos a Tupi, donde se encontraron miles de millones de reservas. En Venezuela, Bolivia y Ecuador se tomaron medidas más radicales: renegociaciones de contratos, alza de impuestos y regalías, así como la recompra de empresas privatizadas.
En el Perú, en el 2004, se instauró la regalía minera de 3.75% sobre las utilidades, la que, sin embargo, no alcanzó a las empresas con contratos de estabilidad tributaria. A pesar de sus promesas electorales, el gobierno de García no aplicó el impuesto a las sobreganancias, optando por el “óbolo” minero. Por ello, en el periodo 2005-2008, las empresas de la gran minería han tenido utilidades netas superiores a los US$ 16.000 millones, pero solo se han recaudado US$ 456 millones (del 2007 a mayo del 2009) con el óbolo minero.
El gobierno afirmó que el impuesto a las sobreganancias hubiera provocado litigios que hubieran “ahuyentado” la inversión. Discrepamos, porque las condiciones de legitimidad política hacían viable sentarse a la mesa con las empresas. Debe considerarse que Antamina, por ejemplo, ya recuperó, en menos de 3 años (todo un récord) su inversión de US$ 2,300 millones. El resto de la gran minería vive situaciones similares.
Ese fue el argumento del gobierno sobre los contratos ya firmados. Pero, ¿qué está pasando con los nuevos contratos? Nada. O sea que si llega una nueva alza de precios, tampoco el país se beneficiaría. De hecho, en los últimos meses ha habido una recuperación de los minerales y del petróleo, aunque no a los niveles del 2007 y 2008.
Los nuevos términos contractuales mineros y petroleros a nivel internacional han superado la espuria “competitividad tributaria”. Así, las regalías y/o los impuestos aumentan con los precios. En algunos países las utilidades de las empresas están ligadas a la obtención de una tasa de retorno de la inversión establecida en el contrato, como en la República Dominicana.
Pero nada de eso se hace en el Perú. Y, lo que es peor: sigue vigente el Art. 62 de la Constitución fujimorista que establece que los contratos leyes no pueden ser modificados por el Congreso, sino solo por acuerdo entre las partes. En otras palabras, el blindaje continúa. Lo que quiere decir que los ingresos extraordinarios producto de los altos precios de los recursos mineros y petroleros no entrarán a las arcas fiscales, disminuyendo las inversiones sociales y en infraestructura necesarias en un país pobre. Así vamos.
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