miércoles, 19 de agosto de 2009

El Rol del Estado para Obama

Hasta sus adversarios reconocen que el presidente Barack Obama cuenta con una mente potente y analítica, así como con un conocimiento amplio que alimenta continuamente con variadas lecturas. Es alguien que, como era razonable esperar, se ha resistido a definiciones y calificaciones ideológicas. Después de cinco meses en el cargo, las políticas que desde la Casa Blanca viene planteando y apoyando permiten vislumbrar algunos contornos de su filosofía política. Durante el siglo XX, el Partido Demócrata fue evolucionando, desde el intervencionismo burocrático del presidente Franklin D. Roosevelt, hasta los llamados “new democrats” de Bill Clinton. El presidente Obama, a diferencia de los asesores más radicales de FDR, no pretende un cambio en la naturaleza del capitalismo norteamericano, ni siquiera procura reinventar los modos de funcionamiento en un sector tan plagado de problemas como es actualmente el financiero, para el cual, hasta la fecha, más allá de los generosos programas de rescate, su gobierno solamente ha planteado ajustes diversos en la regulación. Es que, en coincidencia con los principales asesores económicos que tuvo el presidente Bill Clinton –principalmente Robert Rubin y Alan Greenspan– Barack Obama tiene un profundo respeto por los mercados y desea minimizar la huella estatal en los mismos.
En un reciente artículo en The New Republic, su editor, Franklin Foer, junto a Noam Scheiber, intentan identificar cuál es la teoría del Estado implícita en la dirección gubernamental de Obama. Resulta ya obvio que el nuevo presidente tiene poco interés en fijar precios, racionar bienes, o revertir tratados de libre comercio. En su rechazo al estatismo progresista de sus antecesores partidarios más lejanos, Obama es coincidente con Rubin y Greenspan. Sin embargo, éstos llegaron a creer que los mercados por sí solos garantizarían el bienestar y el progreso. Basta revisar la agenda de política interna del gobierno de Obama para saber que él discrepa fundamentalmente con esta premisa. Por ello, lo que aparentemente viene intentando el nuevo gobierno demócrata es una síntesis entre las políticas clintonianas pro mercado y las políticas pro distribución del ingreso de los más antiguos demócratas. En el Estado ideal de Obama, el gobierno nunca suplantaría al mercado pero sí lo induciría, mediante incentivos diversos, o promoviendo nuevas competencias, a alcanzar unos resultados preferidos. Por ejemplo, en la reforma de salud que se viene planteando, se pretende permitir a los empleados que se movilicen con sus seguros a través de los distintos empleos que ocupen, eliminando así el desincentivo que actualmente existe para la inversión, por parte de los aseguradores, en el cuidado preventivo de la salud. Por ello, más que forzar a los mercados para que éstos se comporten según lo deseado, se quiere reajustar los parámetros de cálculo y conducta en éstos para intentar una coincidencia final entre resultados y objetivos.
Esta conceptualización no es ninguna novedad. En los años setenta, Charles Schultze, principal asesor económico del presidente Jimmy Carter, publicó un libro titulado The Public Use of Private Interest sobre cómo embridar el egoísmo material para promover el bien público. Así, Schultze era partidario de los impuestos, antes que de las prohibiciones, a las actividades consideradas dañinas. Y, por ejemplo, cuando se discutía sobre cómo lograr mejores estándares de seguridad laboral, Schultze se oponía a las mayores regulaciones y controles, como manuales de 20 páginas sobre cómo manipular tal o cual herramienta. Prefería, más bien, un impuesto a los accidentes laborales. Creía que así se estimulaba creativamente el que las empresas fuesen innovadoras en cómo ofrecer lugares de trabajo cada vez más seguros.
Las ideas de Schultze resultaron parcialmente castigadas por el fracaso del gobierno del presidente Carter, aunque los candidatos Gary Hart y Michael Dukakis –afirman Foer y Scheiber– las recogieron en sus respectivas y posteriores plataformas políticas. Luego, en 1992, Bill Clinton las relanzó de la mano de David Osborne, un gurú que planteaba la “reinvención del gobierno” para hacerlo más eficiente, rápido y ejecutivo. Osborne planteaba que el gobierno debería “pilotear más que remar”. Y en una conferencia en la Universidad de Connecticut, el entonces candidato Clinton tomó la frase prestada, agregando: “queremos un gobierno que se convierta en catalizador de la acción de otros.”
Durante la transición, ante la recesión de entonces y el déficit fiscal creciente, Clinton prefirió concentrarse en combatir los desequilibrios financieros y se apoyó en la dupla Rubin & Greenspan antes que en pensadores heterodoxos como Osborne. Y, con la bonanza tecnológica de los años noventa, la administración de Clinton gradualmente se persuadió de que, en muchos casos, lo mejor que el gobierno podía hacer era dejar hacer, dejar pasar.
Durante los primeros años de la presente década, surgieron muchos críticos a esta política liberal por su impacto final en el bienestar de la clase media norteamericana. En 2006, Rubin creó una ONG llamada Proyecto Hamilton orientada a diseñar propuestas de políticas públicas imaginativas que no afectaran el libre comercio ni la disciplina fiscal. Su director, Peter Orszag, quien hoy maneja el presupuesto del Tesoro, describía tales políticas como “de corazón tibio y cabeza fría”.
Esta evolución coincide además con el desarrollo de la economía del comportamiento (behavioral economics) que no percibe a los humanos como autómatas calculadores que buscan su propio beneficio, sino como creaturas arbitrarias que, algunas veces incluso, ni siquiera saben calcular bien. Por tanto, la manera en que se les presentan a los ciudadanos o consumidores las diversas opciones influye mucho en cómo éstos finalmente escogen. Algunos califican esta tendencia como “paternalismo libertario”. Hay un resultado que se desea promover pero no imponer. Y ello se induce con inteligencia y pragmatismo. Ese es el Estado al que apunta Obama.

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