El FMI y el hambrjjke
por Serge Halimi*
Serge Halimi*
Las revueltas del hambre y la crisis mundial provocadas por el alza de los precios de los alimentos de primera necesidad son resultado de las políticas de “eficacia” impulsadas desde hace décadas por los organismos económicos internacionales. Una lógica implacable que lleva a los campesinos pobres a abandonar sus campos y a adquirir a precio de importación los alimentos que antes cosechaban de su huerta. Mientras, los cereales se convierten en el nuevo objeto de especulación financiera, para ahuyentar el fantasma de la burbuja internet y la burbuja inmobiliaria.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Mundial del Comercio (OMC) habían prometido que el aumento de los flujos de mercancías contribuiría a erradicar la pobreza y el hambre. ¿Huertas? ¿Autonomía alimentaria? Se encontró una solución más inteligente: la agricultura local sería abandonada u orientada a la exportación. Así, se sacaría el mejor partido no de condiciones naturales –más favorables, por ejemplo, al tomate mexicano o al ananá filipino–, sino de los menores costos de explotación en esos dos países que en Florida o en California.
El agricultor de Mali confiaría su alimentación a las firmas cerealeras de la región francesa de la Beauce o del Midwest estadounidense, más mecanizadas, más productivas. Al abandonar su tierra iría a incrementar la población de las ciudades, para convertirse en obrero en una empresa occidental que deslocalizó sus actividades en su país de origen para sacar provecho de una mano de obra más barata. Los Estados costeros de África aliviarían al mismo tiempo el peso de su deuda externa al vender sus derechos de pesca a los barcos-factoría de los países más ricos. Ya no quedaría más opción a los guineanos que comprar conservas de pescados danesas o portuguesas (1). A pesar de una contaminación suplementaria generada por los transportes, el paraíso estaría asegurado. El beneficio de los intermediarios (distribuidores, agentes de aduana, aseguradoras, publicitarios) también...
Nada se pierde
De repente, el Banco Mundial (BM), preceptor de este modelo de “desarrollo”, anuncia que treinta y tres países van a sufrir revueltas del hambre. Y la OMC se alarma ante un retorno al proteccionismo al observar que varios países exportadores de productos alimenticios (India, Vietnam, Egipto, Kazajstán...), decidieron reducir sus ventas al extranjero para –¡qué imprudencia!– garantizar la alimentación de su población. El Norte se ofusca rápidamente por el egoísmo de los otros. Es porque los chinos comen demasiada carne que a los egipcios les falta trigo.
Los Estados que siguieron los “consejos” del BM y del FMI sacrificaron su agricultura alimentaria. Por lo tanto, ya no pueden reservarse el uso de sus cosechas. Así que... pagarán, es la ley del mercado. La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) ya calculó el alza de sus facturas de importación de cereales: 56% en un año. Lógicamente, el Programa Mundial de Alimentos (PMA), que alimenta cada año a 73 millones de personas en 68 países, reclama 500 millones de dólares suplementarios.
Sus pretensiones han debido ser juzgadas extravagantes porque sólo obtuvo la mitad de tal monto. Sin embargo, no mendigaba más que la mitad de lo que la crisis de las subprime le va a costar al sector bancario, que por su parte fue socorrido con generosidad por los Estados. Se pueden calcular las cosas de otra manera: el PMA imploraba a cuenta de sus millones de hambrientos... 13,5% de las sumas ganadas el año pasado solamente por John Paulson, dirigente de un hedge fund lo suficientemente avisado como para prever que centenares de miles de estadounidenses serían reducidos a la quiebra inmobiliaria. Se ignora cuánto provecho –y a quién– proporcionará la hambruna que comenzó, pero nunca nada se pierde en una economía moderna.
Todo se recicla: una especulación reemplaza a otra. Tras haber alimentado la burbuja internet, la política monetaria de la Reserva Federal alentó a los estadounidenses a endeudarse. E infló la burbuja inmobiliaria. En 2006, el FMI todavía estimaba: “Todo indica que los me- ¬canismos de asignación de créditos en el mercado inmobiliario en Estados Unidos siguen siendo relativamente eficaces”. Mercado-eficaz: ¿no deberían soldarse estas dos palabras de una vez por todas? La burbuja inmobiliaria se pinchó. Los especuladores rehabilitaron un viejo Eldorado: los mercados de cereales. Al comprar contratos de entrega de trigo o maíz a futuro, descuentan venderlos más caros. Lo que alimenta el alza de precios, la hambruna...
¿Y qué hace entonces el FMI, dotado, según su director general, del “mejor equipo de economistas del mundo”? Explica: “Una de las maneras de resolver la cuestión del hambre es aumentar el comercio internacional”. El poeta Léo Ferré escribió un día: “Para que la desesperación misma se venda, no hace falta más que descubrir su fórmula”.
Pareciera habérsela encontrado.
REFERENCIA
(1) Ver Jean Ziegler, “Réfugiés de la faim”, www.mondediplomatique.fr/2008/03/ZIEGLER/15658
‹ Libros del mes: The Beginning of SpringPortada
por Serge Halimi*
Serge Halimi*
Las revueltas del hambre y la crisis mundial provocadas por el alza de los precios de los alimentos de primera necesidad son resultado de las políticas de “eficacia” impulsadas desde hace décadas por los organismos económicos internacionales. Una lógica implacable que lleva a los campesinos pobres a abandonar sus campos y a adquirir a precio de importación los alimentos que antes cosechaban de su huerta. Mientras, los cereales se convierten en el nuevo objeto de especulación financiera, para ahuyentar el fantasma de la burbuja internet y la burbuja inmobiliaria.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Mundial del Comercio (OMC) habían prometido que el aumento de los flujos de mercancías contribuiría a erradicar la pobreza y el hambre. ¿Huertas? ¿Autonomía alimentaria? Se encontró una solución más inteligente: la agricultura local sería abandonada u orientada a la exportación. Así, se sacaría el mejor partido no de condiciones naturales –más favorables, por ejemplo, al tomate mexicano o al ananá filipino–, sino de los menores costos de explotación en esos dos países que en Florida o en California.
El agricultor de Mali confiaría su alimentación a las firmas cerealeras de la región francesa de la Beauce o del Midwest estadounidense, más mecanizadas, más productivas. Al abandonar su tierra iría a incrementar la población de las ciudades, para convertirse en obrero en una empresa occidental que deslocalizó sus actividades en su país de origen para sacar provecho de una mano de obra más barata. Los Estados costeros de África aliviarían al mismo tiempo el peso de su deuda externa al vender sus derechos de pesca a los barcos-factoría de los países más ricos. Ya no quedaría más opción a los guineanos que comprar conservas de pescados danesas o portuguesas (1). A pesar de una contaminación suplementaria generada por los transportes, el paraíso estaría asegurado. El beneficio de los intermediarios (distribuidores, agentes de aduana, aseguradoras, publicitarios) también...
Nada se pierde
De repente, el Banco Mundial (BM), preceptor de este modelo de “desarrollo”, anuncia que treinta y tres países van a sufrir revueltas del hambre. Y la OMC se alarma ante un retorno al proteccionismo al observar que varios países exportadores de productos alimenticios (India, Vietnam, Egipto, Kazajstán...), decidieron reducir sus ventas al extranjero para –¡qué imprudencia!– garantizar la alimentación de su población. El Norte se ofusca rápidamente por el egoísmo de los otros. Es porque los chinos comen demasiada carne que a los egipcios les falta trigo.
Los Estados que siguieron los “consejos” del BM y del FMI sacrificaron su agricultura alimentaria. Por lo tanto, ya no pueden reservarse el uso de sus cosechas. Así que... pagarán, es la ley del mercado. La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) ya calculó el alza de sus facturas de importación de cereales: 56% en un año. Lógicamente, el Programa Mundial de Alimentos (PMA), que alimenta cada año a 73 millones de personas en 68 países, reclama 500 millones de dólares suplementarios.
Sus pretensiones han debido ser juzgadas extravagantes porque sólo obtuvo la mitad de tal monto. Sin embargo, no mendigaba más que la mitad de lo que la crisis de las subprime le va a costar al sector bancario, que por su parte fue socorrido con generosidad por los Estados. Se pueden calcular las cosas de otra manera: el PMA imploraba a cuenta de sus millones de hambrientos... 13,5% de las sumas ganadas el año pasado solamente por John Paulson, dirigente de un hedge fund lo suficientemente avisado como para prever que centenares de miles de estadounidenses serían reducidos a la quiebra inmobiliaria. Se ignora cuánto provecho –y a quién– proporcionará la hambruna que comenzó, pero nunca nada se pierde en una economía moderna.
Todo se recicla: una especulación reemplaza a otra. Tras haber alimentado la burbuja internet, la política monetaria de la Reserva Federal alentó a los estadounidenses a endeudarse. E infló la burbuja inmobiliaria. En 2006, el FMI todavía estimaba: “Todo indica que los me- ¬canismos de asignación de créditos en el mercado inmobiliario en Estados Unidos siguen siendo relativamente eficaces”. Mercado-eficaz: ¿no deberían soldarse estas dos palabras de una vez por todas? La burbuja inmobiliaria se pinchó. Los especuladores rehabilitaron un viejo Eldorado: los mercados de cereales. Al comprar contratos de entrega de trigo o maíz a futuro, descuentan venderlos más caros. Lo que alimenta el alza de precios, la hambruna...
¿Y qué hace entonces el FMI, dotado, según su director general, del “mejor equipo de economistas del mundo”? Explica: “Una de las maneras de resolver la cuestión del hambre es aumentar el comercio internacional”. El poeta Léo Ferré escribió un día: “Para que la desesperación misma se venda, no hace falta más que descubrir su fórmula”.
Pareciera habérsela encontrado.
REFERENCIA
(1) Ver Jean Ziegler, “Réfugiés de la faim”, www.mondediplomatique.fr/2008/03/ZIEGLER/15658
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