sábado, 23 de abril de 2011

Ignorantes" La realidad, las estadísticas, el Perú de los pobres

Una pregunta clave en la situación política actual es: ¿hasta cuándo pensamos los peruanos utilizar ciertas cifras macroeconómicas como justificación para seguir conviviendo con (o dando la espalda a) la evidente pobreza del país?

El Perú crece sostenidamente desde los tiempos del primer fujimorismo, sobrepasando el 6% anual en promedio durante toda la década pasada, con picos como el 9% del año 2010, y triplicó su Producto Bruto Interno entre el inicio de la década y el final.

Hay diversas maneras en que un país puede hacer eso: una es la diversificación industrial, mejoras en las condiciones laborales que generen un mercado de trabajo estable y una especialización obrera que marche a la par con la aspiración de la versatilidad de las industrias.

Otra es mantener la mano de obra en niveles paupérrimos, dentro de un mercado laboral inestable, sin reglas claras, mayoritariamente informal, sin sombra de estabilidad, para que la producción interna sea barata y así la clase empresarial pueda construir, sobre esa base, su capacidad de exportar a precios módicos, o, como suelen decir, a precios "competitivos".

Esta segunda variante, que es la peruana, es enteramente incapaz de conseguir una industrialización real, porque tiene que reducirse a labores primarias, a la extracción minera o al cultivo agrario (un tercio del trabajo en el Perú), sin añadidos, sin otro fin que la exportación de materias primas y uno que otro producto de fácil factura.

¿Qué hace el modelo económico peruano para pensar en el futuro (quiero decir con esto: pensar en un futuro distinto, en el que la gran mayoría de los peruanos dejen de ser obreros precarios o permanentes cachueleros, perpetuos desempleados o pasajeros subempleados, para que la industria nacional se diversifique y crezca, y la masa laboral salga del estancamiento)?

La respuesta es, básicamente, nada: nuestros sucesivos gobiernos han decidido la inacción absoluta en favor del mantenimiento de las cifras macroeconómicas. En lugar de enfrentar la pobreza activamente, se ha optado por declarar, desde la total inmovilidad, que el crecimiento de la economía, por sí solo, aliviará la pobreza, la reducirá y eventualmente la eliminará. Lo que no se dice es cuándo.

El economista chileno Roberto Pizarro, ex decano de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile, ex ministro de Planificación de su país, calcula que, al ritmo de crecimiento que lleva el Perú desde hace una década, la pobreza peruana sólo será reducida de manera significativa (de la única manera significativa en que cabe pensar, es decir, hasta volverla minúscula y marginal, insignificante) en un plazo de 80 años, empezando a contar desde ahora, sin que se baje nunca del 5% anual de crecimiento. Que alguien me dé un ejemplo en todo el mundo de un país que haya mantenido ese ritmo partiendo del subdesarrollo: no existe. Es decir, esos 80 años no son sólo un plazo larguísimo; son un plazo imaginario, un engaño.

Eso no es un cálculo puramente basado en porcentajes y en el PBI: Pizarro considera además, por ejemplo, un hecho mucho más relevante que la tasa de crecimiento: el dato escalofriante de que el Perú invierte anualmente en ciencia y tecnología el 0.2% de su presupuesto anual (que probablemente alcanza apenas para cubrir las planillas y la operación mínima de los implicados). El Estado peruano, no importa detrás de cuál de sus máscaras temporales, ha elegido que el Perú sea para siempre un país sin inteligencia propia, un extractor y un vendedor nunca capaz de crecer en otras direcciones, de desarrollarse, de luchar realmente contra el mantenimiento de su status quo.

El punto central es este: no importa cuántas veces la derecha peruana sostenga que la marcha del crecimiento económico va a solucionar por sí misma la pobreza; en realidad, la riqueza que se genera en el Perú no tiene ninguna vía de distribución hacia manos que no la poseyeran desde un principio, y, mucho peor aun: todo el modelo peruano se construye bajo el supuesto (silenciado, jamás confesado) de que siempre habrá pobres dispuestos a trabajar por nada para que los precios de nuestros productos sean eternamente "competitivos".

Un ejemplo tosco: imaginen un hogar de la clase alta limeña, en la que los dueños de casa ven duplicados o triplicados en unos años sus ingresos, digamos, de doscientos cincuenta mil dólares anuales a medio millón o tres cuartos de millón de dólares, y entonces les dicen a su empleada doméstica, a su jardinero, a su chofer, que hay que celebrar porque las cosas van bien y que como resultado, no les bajarán el salario o, incluso, les aumentarán unos veinte dólares más al mes. Eso sí: nada de seguro social ni cosa parecida, porque entonces pueden irse buscando otra casa donde trabajar.

Aunque a los limeños de clase media y alta esto les resulte una revelación inverosímil o insoportable, hay que decirlo, a riesgo de herir sus frágiles susceptibilidades: no importa cuántos restaurantes nuevos haya en la avenida La Mar, ni cuántos empleados miraflorinos puedan comer en ellos una vez por semana, ni cuántas boutiques vendan carteras importadas, ni cuántos celulares pueda cargar uno en el bolsillo: eso no desaparece las multitudinarias casuchas de esteras a lo largo de casi toda la costa limeña, ni los pueblos sin agua ni luz en la sierra, ni las ciudades tugurizadas de la selva, ni los insalubres poblados provincianos de la costa norte, ni le da atención médica ni educación a los necesitados.

Un ejército multitudinario de trabajadores baratos, sin estabilidad, sin preparación, sin conocimiento añadido, con sueldos innegociables (la alternativa es el desempleo), le da a los industriales peruanos, a los seudo-empresarios peruanos, la tranquilidad de los bajos costos, pero cuando eso es la base fundamental del sistema, aparece la obligación de mantener esas condiciones estancadas: la prosperidad peruana no va a sacar a los pobres de la pobreza porque se edifica sobre esa pobreza, la necesita, no sabe operar sin ella.

Gallup acaba de presentar un mapa mundial de la prosperidad, o mejor, de la impresión de prosperidad, de la población en cada país del mundo. La idea es sencilla: las encuestas son extensas en cada país y las preguntas son simples: ¿cree usted que está prosperando económicamente en este momento?, ¿cree usted que prosperará económicamente en el futuro inmediato?

Perú, Bolivia y Ecuador ocupan los sitios más bajos en toda América, con, respectivamente, un 27%, 26% y 24% de encuestados que declaran estar prosperando o tener esperanzas de prosperar pronto. En el caso peruano un 9% declara estar "sufriendo" (en el lenguaje de la encuesta eso significa que su situación empeora) y el resto, un 64%, dice estar luchando por mantenerse en la misma situación, sin certeza de que eso pueda suceder.

Por supuesto, se pueden hacer estudios mucho más sensibles y detallados, pero no hay que descartar las cifras de Gallup. ¿Por qué hay una discrepancia tan grande entre el discurso oficial (del Estado y del Perú oficial) sobre las maravillas del crecimiento económico, por un lado, y, por otro, la sensación general de ese 73% de los peruanos que no cree que la prosperidad de las estadísticas se esté traduciendo o se pueda traducir en una mejoría para sus situaciones personales? ¿Es que no ven cuántas tiendas nuevas hay en los centros comerciales? ¿Es qué no ven cuántas casas nuevas hay en Asia? ¿Es que no ven qué bien le va a Gastón?

Bueno, quizás eso es. Es que no lo ven, no tienen accecso a ello, no saben de qué prosperidad les están hablando. O, como prefieren decir tantos limeños: seguramente "son ignorantes" y no comprenden.

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