sábado, 9 de enero de 2010

Constitucionalista Beodo

Cesar Hildebranth


Ahora que han recondenado y rematado al reo Fujimori, ¡cómo extrañan los forajas los buenos tiempos!

¡Cómo extrañan, por ejemplo, a Constitucionalista Beodo!

Si el fujimorismo cree en la inmortalidad, es justo que se pregunte:

¿Dónde estará Constitucionalista Beodo? ¿En qué alambique? ¿En qué pipa de roble? ¿En qué odre? ¿Perdido en qué cosecha? ¿En qué escocés helado?

Hipando habrá de estar, una helada y una sin helar, para cabecear: dos más y terminamos, la del estribo, te juro, tú manejas.

¡Y había sido tanto! Fue el hombre que prestó su indiscutible elocuencia y su corbata michi a la mafia.

¡Y qué elocuencia! Venía de Roma su capacidad de hacer doctrina parado en un montículo de principios contradichos. Él mismo era un senador de la decadencia, un tribuno en defensa de Calígula. Los bárbaros eran los otros, los que solicitaban fumigar al Perú.

Lo blanco era negro en el discurrir de su elocuencia. Y lo bueno era malo, lo justo reprobable, lo maldito deseable, la bazofia un bien perdido, el crimen una demanda del futuro, el futuro un charco oleaginoso, la vida un vómito de etiqueta azul, la muerte el uniforme que todos nos pondríamos en el nombre de Dios y San Patricio.

Era un orador de polendas este Beodo de erres arrastradas. Pero era mucho más que eso. Era el Merlín de las transmutaciones chinescas.

Bajo su influjo podía hacerse sortijas de compromiso con el óxido, papel de baño de la Constitución, estropajos con la dignidad.

Era un mago que obtuvo, durante años, lo que ningún Batista de esta América soñó: que el hedor oliera a Chanel, que las Marthas parecieran humanas, que la manada del congreso diese la impresión de una mayoría ordenada.

A él le daban un asesinato y sacaba una amnistía astutamente general. Le daban un robo y sacaba una estampita. Le daban un traidor y salía Montesinos. Le daban una arbitrariedad y extraía de ella prestigiosos antecedentes que la convertían en nimiedad, señor presidente, en escandalillo que sólo los bastardos pueden alentar, señora presidenta.

Le daban a Fujimori y él hablaba de los estadistas. Le mencionaban el Tribunal Constitucional y sacaba la navaja de ese tranviario turbulento que jamás dejó de ser.

Pero todo lo hacía con la buena prosa que la huachafería arequipeña suele estimar. Un poquito de Rubén Darío (el más estereofónico), dos pizcas de Chocano, un volatín de Eguren, una cita de Víctor Andrés Belaúnde (no le alcanzaba para Maurrás), todo eso revuelto en Time y Selecciones, en The Miami Herald y escuelita de Beltrán, y la poción quedaba lista. Y el Mr. Hyde que salía del laboratorio tenía la cara de Bartolomé Herrera mezclada con la de Eudocio Ravines.

Con ese discurso y esa cara rabiosa todo resultaba previsible: los que se oponían sólo podían ser enemigos del país y de Fujimori.

Constitucionalista Beodo le prestó diccionario y chaqué a la única banda armada que ha tenido generales y almirantes en su plantel. Era el consejero de Capone, el defensor de los Bonnano. Pero, sobre todo, era el borracho vitalicio que la dictadura de Fujimori convirtió en embajador y encarnación.

Era un logotipo, un peleador de sumo, el monstruo de la elocuencia y, mas tarde, el que llegó a servirle el sake caliente al mismísimo Yamamoto. Y no hubo uno sino que varios Pearl Harbor.

Todas las zorrerías lo echan de menos.

¿Dónde está Constitucionalista Beodo? –preguntan los zorros.

Las goteras suspiran por su ausencia. Drenes hay que se mataron por su desaparición. La colina de la deshonra ya no es la misma sin él.

¿Hasta cuándo sufrirán los fermentos, la levadura, la mosca de la fruta? Las aglomeraciones lo reclaman. La cochambre ha quedado huérfana. Lloran los tacamas y los taberneros. Las vides solicitaron pensión de viudedad


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