martes, 12 de diciembre de 2006

Pinochet tuvo una madre

Cesar HIldebrath

Pinochet tuvo una madre
La muerte de Augusto Pinochet es una redundancia. Hacía tiempo que el basurero de la historia lo había acogido como despojo de la guerra fría y Franco de caricatura en un remate de anticuario falaz.
Pinochet ya era esperpéntico aun para la derecha chilena, que instigó sus crímenes y los avaló pero que, al final, no pudo tolerar la idea de verlo como un vulgar ladrón, con 28 millones de dólares en cuentas cifradas y heterónimas del banco norteamericano Riggs.
Sólo el fujimorismo mosqueado de estas tierras, con el director de La Razón a la cabeza y Santiago Fujimori haciendo otra vez de rabo, han saludado la desaparición física de este monstruo y han recordado sus servicios “a la economía de mercado y al modelo que llevó al éxito a Chile”. Con lo que reconocen la entraña podrida del neoliberalismo radical, maridado para siempre, desde Pinochet, con la sangre de los muertos y el misterio insoportable de los desaparecidos.
Pinochet ha muerto sin estar un solo día preso. Y sin pedir perdón “por los excesos”. Ha muerto, entonces, en su ley de chacal y en la relativa inmunidad que se inventó la transición chilena para no provocar a los militares, o sea a Pinochet.
Porque si ha habido una transición sudorosa, intimidada y pasmada, esa ha sido la chilena. Y la culpa no fue, en este caso, de Pinochet sino de la propia Concertación, donde late, como llaga del pasado, la Democracia Cristiana, el partido que organizó políticamente el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973.
Pinochet tuvo padre y madre. Y si su padre fue la vieja derecha chilena, familiarizada con la sangre de los débiles desde que los pelucones la encarnaban, su madre fue la docta y centrista Democracia Cristiana.
Recordemos: en agosto de 1973 el golpismo chileno necesitaba de una luz verde política. Se la dio la Democracia Cristiana, que integraba, en ese momento, la fascista CODE (Confederación Democrática). El otro participante de esa entidad, creada sólo para el propósito golpista, era el Partido Nacional, embarcado en la sedición desde el momento mismo en que Salvador Allende asumió el poder.
Pues bien, en el parlamento chileno, en agosto de 1973, la Democracia Cristiana y su pareja circunstancial evacuaron el famoso acuerdo que llamaba a los ministros militares a retirarse de sus carteras y consideraba constitucionalmente ilegítimo al gobierno de la Unidad Popular. Era el guiño que el almirante Patricio Carvajal, coordinador del golpe, necesitaba para emprender los últimos operativos. Con el aval del Congreso, la maquinaria de guerra del fascismo no requería de otro salvoconducto.
En su impresdindible libro Yo, Augusto, Ernesto Ekáizer cuenta que Carlos Prats González, el comandante general del ejército que había renunciado el 23 de agosto de 1973 por presión de los generales conspiradores, tenía tanto temor de lo bestial que podía ser el golpe que, a tres días de su ejecución, el sábado 8 de septiembre, fue a visitar al único hombre que, según su percepción, podía parar la masacre de la democracia.
En efecto, aquel sábado Carlos Prats, que había recomendado a Pinochet como su sucesor “por su lealtad institucional”, visitó a Eduardo Frei Montalva, el patriarca de la Democracia Cristiana, el ex presidente de la República, el personaje más influyente de la política chilena en ese momento desde su puesto de presidente del Senado –puesto para el que fuera elegido el 23 de mayo de 1973–.
Así relata Ekáizer la escena:“Prats razonó que la situación política del Gobierno de Allende era terminal. El golpe militar era cuestión de días. Y ello implicaba un enfrentamiento fratricida con graves consecuencias. El general le dijo que, tal como él lo veía, si alguien podía evitarlo, ése era él…: Eduardo Frei Montalva…”
“No obtuvo Prats palabras por respuesta. El ex presidente Frei bajó la cabeza… (Prats insistió y Frei volvió a repetir la escena)… Carlos Prats abandonó la casa de Frei con la convicción de que el ex presidente había llegado demasiado lejos como para enfrentarse al golpe de Estado que se fraguaba. Frei no cambiaría de caballo a mitad del río”.
Cuenta Ekáizer, periodista de origen argentino nacionalizado español y uno de los mejores cronistas del diario El País, que Prats salió de esa casa lúgubre ansioso por hablar con Allende. Se encontraron, junto a otros personajes del régimen allendista, en la casa de Miria Contreras, la Payita, secretaria y amante de Allende:
–He visitado a Frei. Me temo que no hay nada que hacer –le dijo Prats al presidente.
Y añadió: –Le insistí en que él era la única persona que podía parar el golpe… Y en las dos oportunidades pude ver cómo apartaba la vista y miraba hacia abajo.
Años más tarde, muchos más tarde, Eduardo Frei Tagle, el hijo del golpista Eduardo Frei Montalva, era el presidente de la República de Chile. Y cuando capturaron a Pinochet en Londres y lo retuvieron, por orden del juez Baltazar Garzón, 503 días, adivinen qué hizo Frei Tagle: luchar con todas las fuerzas del Estado para que Gran Bretaña liberara al socio de su padre, a la alimaña que su padre contribuyó a crear en los laboratorios virales de la CIA. Así honró la memoria de su señor padre y el pasado de la Democracia Cristiana. Y adivinen quién ayudó decisivamente a que el juez Garzón no insistiera, en un momento clave del proceso, en el expediente del arraigo de Pinochet en Londres: el gobierno de Aznar, primo hermano de la Democracia Cristiana chilena.
Pinochet tuvo un padre pero también una madre. Y esa señora tan poco santa fue la Democracia Cristiana, coautora del golpe y perdonada, entre sollozos y cálculos, por los socialistas de pacotilla del presente. Socialistas que Allende no habría dejado entrar a La Moneda aquel 11 de septiembre. No habrían sido dignos de acompañarlo.

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