martes, 5 de diciembre de 2006

El cielo espera a Pinochet


César Hildebrandt

El cielo espera a Pinochet
Dicen los chicos del Opus Dei que Augusto Pinochet Ugarte está a punto de viajar al reino de los cielos, ese ozono adelgazado donde un Todopoderoso, enormemente blanco, lo acogerá.
En esa neblina tocada por la gracia no se encontrará don Augusto, desde luego, con los harapientos sindicalistas del cobre que mandó matar. Esos eran comunistas y los comunistas no van al cielo.
No se tropezará con el descuajeringado cadáver de su colega de armas Carlos Prats, quien lo recomendó para la comandancia en jefe, ni con el de la señora de Prats, convertida en capricho cubista de piernas y brazos gracias a una bomba colocada en el coche de la pareja Prats por los agentes de la Dirección Nacional de Inteligencia, que sólo obedecía las órdenes de don Augusto dictadas a través del coronel Manuel Contreras. Carlos Prats González debía de ser también un comunista porque no dio el golpe de Estado solicitado por Nixon y exigido por la derecha chilena.
Tampoco se encontrará con el cuerpo mil veces perforado del socialista (da lo mismo) Orlando Letelier y de su secretaria Ronnie Moffitt, de 25 años (oenegera gringa y colaboradora de socialistas), que iban en el asiento delantero del auto volado en Washington por una telebomba puesta por Michael Townley, agente norteamericano de la CIA y la DINA. En el asiento trasero de aquel coche, señalado por la ira del Todopoderoso, estaba también Michael Moffitt, esposo de Ronnie, quien sobrevivió físicamente al castigo impuesto desde el edificio Diego Portales, en Santiago de Chile.
En ese cielo plácido, una especie de pastura gris hecha de nubes gordas, Pinochet tendrá garantizado que sólo se encontrará con sus iguales, con los que hicieron posible que el mundo fuera mejor: Videla, Suharto, Ríos Montt, D’Abuisson, Fujimori, etcétera. Allí conversarán sobre la tarea realizada dando cada uno el matiz cantarín de sus dejos nacionales.
Cuando el corazón de Pinochet deje de latir –dicen los que saben–, la película de su vida pasará como en un suspiro y su alma flotará por unos segundos paralela al cuerpo recién abatido. De inmediato, el alma, esa entidad holográfica aunque tibia, encontrará la ventana adecuada para empezar su viaje a la Ionósfera de Escrivá de Balaguer, que es como se llama al territorio vestibular del cielo. Allí Pinochet será reconocido con dichos y trompetas, vuelto a investir, saludado por González Videla y vitoreado por los falangistas españoles y libaneses y luego marchará sobre una alfombra volantemente roja rumbo a su destino eterno. Lo acompañará en la ceremonia, según el programa que ya se conoce, el mismísimo Francisco Franco Bahamonde, que le hará ese honor por breves minutos bajando del Empíreo Vaticano, que es donde los santos se pasan la vida viendo películas de Cecil B. De Mille y unas muy pocas de John Wayne.
Y mientras Pinochet manda decir que agoniza por enésima vez, quien sí se ha muerto de una sola vez, sin mayores preámbulos, es Max, el cerdo de 130 kilos y 18 años de edad que crió el actor George Clooney como a un auténtico amigo. Lástima por Max porque los animales, como se sabe, no van al cielo.

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