viernes, 13 de junio de 2008

Menos pobres, pero…

Desigualdad social. El triunfalismo oficial soslaya la penosa situación de la salud pública.

Durante las últimas semanas varios economistas han estado participando muy activamente en la discusión sobre el tema de la medición de la pobreza en el Perú. Se han cuestionado cifras, métodos, mediciones, porcentajes y también han surgido sus dimes y diretes –"que antes tú me criticaste y que ahora yo te critico"–, etcétera.
Y si bien es cierto que muchos cuestionan las exageraciones, la mayoría está de acuerdo en que, sí pues, efectivamente, quizás no en la proporción que señala el INEI, la pobreza se ha reducido.
¿Eso significa que se ha reducido la desigualdad? Pues sospecho que no, y según me lo explica un amigo economista, no, y según leo en el Informe de Oxfam, no. Un rotundo no.
Como lo sostiene un artículo del informe del economista Efraín Gonzales de Olarte, la proporción entre crecimiento económico sostenido y reducción de la pobreza parece compatible: una cifra sube, la otra baja. Pero la desigualdad sigue exactamente igual. O peor.
Entiendo que las mediciones para pobreza y desigualdad son completamente diferentes, pero más allá de índices de Gini y curvas de Lorenz, la verdad indubitable es que la situación en torno a educación en todos los estamentos (colegios y universidades), el acceso a la salud, la realidad apocalíptica del transporte público, además de la supervivencia en calorías diaria, está repartida de una manera extraordinariamente desigual, a índices que nos equiparan con países como Zambia, Bolivia, Singapur o incluso el increíblemente desigual Brasil (que apenas nos gana 4 puntos en el índice de Gini según datos del Banco Mundial, y recuérdese que en Brasil hay 7 pobres por un rico).
Si en 1985 teníamos un índice de desigualdad de 42, pues ahora ha crecido a 52.2: esa es la verdad de la milanesa.
En concreto eso significa que el otro lado (patético) de la gastronomía peruana y el éxito de lo novoandino es el hambre y la desnutrición que permiten la muerte por falta de calorías de más de cien niños en lo que ha comenzado el invierno en Puno. A su vez, que el otro lado (patético) de la impronta de Asia y sus megacomercios con Tongo cantando a la pituca, es precisamente la no-reconstrucción de Pisco y los otros poblados afectados por el terremoto.
Que el otro lado (patético) del crecimiento inmobiliario en Miraflores, Jesús María y Pueblo Libre es la falta de posibilidades de acceso a créditos de construcción de los más pobres. Que el otro lado (recontra patético) de las 4x4 y los pubs cajamarquinos es, precisamente, la extrema pobreza de extensos sectores rurales.
¿Dónde está ese crecimiento sostenido en 75 meses continuos? ¿No será, como señala el economista Silvio Rendón, que habría sectores que no crecen nada mientras otros están quizás creciendo al 16% anual o más? He ahí una manera de llamar a la desigualdad por su nombre, y, si bien todos nos sentimos satisfechos de que el Perú (¿qué Perú?, pero ése es otro tema) esté creciendo –aun cuando sea a costa de materias primas– el temor de un futuro de estancamiento debe ponernos en alerta para poder tener en consideración las formas de prevenirnos.
Los minerales se acaban, el agua se acaba, ¿qué perdura? Nosotros, los seres humanos, perduramos y nos sobrepoblamos, ¿y por qué no invertir precisamente en recursos humanos? Se han abierto fondos de investigación y financiamiento de capital humano en el Congreso de la República y, aun con la alta desconfianza hacia los congresistas, debemos insistir precisamente en que esos fondos se incrementen, así como otros que consideren prioritario el tema de la investigación científica y del conocimiento.
Porque ser "medio pobres" pero ignorantes es el peor de todos los futuros.
La pobreza es algo más que índices, que mediciones, que cifras: cuando los economistas discuten por métodos entiendo que quieren aclarar dudas y contenidos para discusiones políticas posteriores más precisas, pero se alejan de la percepción del "hombre y mujer de a pie" que queremos saber, conocer, palpar y entender qué diablos nos pasa. ¿Quién de ustedes, queridos economistas, se atreve a explicárnoslo?

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