lunes, 6 de noviembre de 2006

¿De qué sirvió Sendero?


¿De qué sirvió Sendero?

La cúpula de Sendero Luminoso jamás tendrá su merecido. Es que el crimen, cuando adquiere las dimensiones gigantescas que Guzmán le dio a su propuesta revolucionaria, no tiene cómo pagarse.
Y toda pena, incluida la muerte, se verá siempre pálida frente a los ríos de sangre vertidos: las hachas rompiendo huesos en Lucanamarca, las hienas matando al hijo de doce años del búfalo Pacheco, la mecha encendida por el hijo de puta que hizo lo suyo en Tarata.
Y Abimael Guzmán balbuceando ese marxismo de derrame cerebral ante sus inferiores: la Augusta, la Iparraguirre, la Garrido Lecca.
Guzmán haciéndose admirar por estúpidos más locos que él, más ignorantes que él, más desalmados que él: el Arce Borja que jamás pudo escribir algo decente, el canciller Olaechea que jamás pudo hacer algo que valiese la pena, el Morote que no habría pasado de subprefecto en un régimen de meritocracia.
Todos ellos sintiéndose parte de la gran marcha maoísta, esa aventura que nos arrojaría al borde de la justicia y en las faldas de la igualdad. Mismo camino de Yenán. Misma tenacidad china vengando a los millones de boxers que había que vengar.
Sendero no fue sólo criminal por sus métodos. Lo fue porque quería trasplantar al Perú la Camboya de los Khmer Rouge, la tiranía asiática que convirtió al ampliamente genocida Mao en una especie de Teresa de Calcuta del marxismo-leninismo aplicado al campo.
Hay quienes dicen que tuvimos la guerrilla que merecíamos porque sólo un país como el Perú podía secretar, desde sus más viejos rencores y sus más hondas desigualdades, un marxismo tan tóxico y una guerrilla tan salvaje.
Eso quizás sea en parte cierto, pero aun considerando esa perspectiva me niego a pensar que Guzmán y su banda fueron un producto netamente peruano.
Las barbaridades norteamericanas en Vietnam, Laos y Camboya, la acentuación de la guerra fría con la invasión soviética de Afganistán en 1979, la guerra civil de Nicaragua que preludiaba una nueva intervención de los Estados Unidos, la interminable crisis de los rehenes en Irán, la lección que sólo unos pocos años antes había dejado la respuesta del fascismo latinoamericano a Allende, primero, y a diversos movimientos populares, después, hicieron creer a Guzmán que la guerra era inevitable y que ésta debía ser lo más atroz que se pudiese para abreviarla por el atajo del terror.
Y así fue, sólo que el terror desatado convocó el contraterror, que apagó la débil democracia acorralada entre dos fuegos. Contraterror que terminó evacuando, en sentido ventral, a Fujimori y a los suyos, repitiendo así el modelo brasileño, uruguayo y argentino de insurrección bárbara ahogada en un océano de sangre.
Lo increíble de la experiencia de Sendero es que decenas de miles de muertos, miles de millones de dólares perdidos en infraestructura y en oportunidades de inversión, un ejército llagado de mil modos por una guerra que no pudo evitar ser tan sucia como la provocación que la detonó, todo eso que nos hizo vivir como fieras con armas en ristre y enarbolada, cada mañana, la convicción de que ése podía ser el último día de nuestras vidas, todo eso que hubiera podido fundar un país nuevo y escarmentado, reflexivo y tolerante, se olvidó pronto y pareció no haber servido de nada.
En efecto, a los pocos meses de la derrota de Sendero –derrota impuesta por la fuerza de las armas–, la derecha de siempre, el empresariado de siempre, se dedicó a disolver los sindicatos, a reprimir todo vestigio de autonomía popular, a contribuir con la asquerosa dictadura de Fujimori y a comprar a precio bobo, junto al capital extranjero más rapaz, las propiedades del Estado sacadas a remate por el ultraliberalismo cleptócrata de todas las calañas.
Y entonces toda la sangre derramada y las legiones de esqueletos dejadas a la vera de los caminos no sirvieron de nada. La derecha peruana de siempre, analfabeta y procaz, autodestructiva y vampiresca, volvió a las andadas como si nada hubiese sucedido.
Y esa derecha gobernó con Toledo sin haber ganado las elecciones.Y esa derecha gobierna ahora sin haber ganado las elecciones.
Porque la derecha en el Perú no necesita ganar las elecciones. Le basta con comprar más tarde a los elegidos.
Y esa derecha pretende darnos lecciones de economía, política y moral. Cuando lo único que ha hecho toda su vida es devorar el país y cholear a la peonada y crear las condiciones para que la violencia se convierta no sólo en posible sino en necesaria.
Por eso Sartre dijo alguna vez, hablando de la derecha francesa –fíjense: la francesa, con todas sus exquisiteces: su Petain, su Maurras, su Academia, su De Gaulle, qué diferencia–, que él sólo la dejaría de despreciar estando muerto. ¿Qué hubiera dicho Sartre de la derecha peruana –aparte de volver a escribir La Náusea por supuesto–?

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