miércoles, 3 de enero de 2007

La duda del Alzheimer


César Hildebrandt

La duda del Alzheimer
Estoy pasmado. He leído en el último dominical cultural de El Comercio un texto de don Julio Ortega que me obliga a someterme, de inmediato, a una tomografía axial del cerebro y a revisar lo que yo creía eran relaciones relativamente próximas –ya que no íntimas ni mucho menos carnales– con el idioma castellano.
Hablando de una novela que, sin duda, reúne diversos méritos, don Julio Ortega llega a decir, desde el paroxismo de unas supuestas tinieblas, lo siguiente:“Todas mis muertes… declara ya en su título el rango de su recuento: todos sus nacimientos. Primero, del “yo” del relato (Francisco Neyra, nombre que sustituye al del autor, implicándolo); luego, del escritor adolescente (cuyo oficio de periodista es otra sustitución); y, en fin, de las muertes verosímiles que ocurren en la representación (en la dimensión mimética) y de las simbólicas (cuya economía es un trabajo de luto) que el narrador debe asumir para renacer de las muertes del “yo” en los renacimientos del “tú”, del lector, quien lee los hechos al mismo tiempo que el personaje los vive. De modo que se trata de la construcción de una lectura que nace en la primera novela de un escritor que aprende a escribir gracias a las muertes que le dan nombre. Gracias a la novela, el mundo se hace habitable; y gracias a la lectura, compartible”.
No sé cómo habrá reaccionado el interfecto, es decir el autor, el probablemente talentoso pero aún no leído por mí Ezio Neyra. Pero yo llamé de inmediato a un amigo pidiéndole auxilio y exigiéndole con trémula voz que leyera ese párrafo y me lo explicase.
–Creo que el Alzheimer me devora. Soy un Reagan precoz, un Bush civil y sudaca –alcancé a decirle.
Mi amigo me llamó quince minutos después. Me dijo que él tampoco había entendido nada y añadió que, a diferencia mía, a él no le importaba un comino el asunto.–Primero, porque sé que no tengo Alzheimer. Y segundo, porque la crítica literaria de Ortega hace rato que es un enigma –me dijo.
–Pero esto es más que un enigma. Este es el big bang de un nuevo idioma –señalé.–Es un viejo truco y ya estás viejo como para que te sorprendas: si escribes así es que sabes mucho y el lector tiene que seguirte aunque sea con la lengua afuera –replicó él.
–¿Así de sencillo? –pregunté–.–Me parece –terminó él con ese sentido común que nunca terminaré de envidiar.Pero yo insisto. Desde esas tinieblas del sentido, desde ese paroxismo de la sintaxis epileptoide, desde esa breve orgía interparentética –como diría Marco Aurelio Denegri– don Julio Ortega, el remoto viudo de Cecilia Bustamante, intenta decirnos algo grandioso que los tristes mortales sólo podemos intuir.
Yo insisto en ir al médico y en creer ahora, después de leer a don Julio, que el castellano no es Hernández ni Cervantes ni Vargas Llosa: puede ser también el balbuceo primordial de un poseso en trance de admisión, segundos antes de gritarnos que los dioses del Averno lo han tomado y abusado de sus carnes. n
P.D. Un feo error se filtró en esta columna el domingo pasado. Alguien puso írrito donde debió decir írrita (por la sentencia contra Saddam Hussein). Lo lamento. Quiero también hacer causa común por la suerte del fotógrafo peruano Jaime Rázuri, secuestrado antier en la Franja de Gaza.

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